NO SE CONOCÍAN…..
JOSÉ ÁNGEL
De pronto empezó a temblar la tierra y como sucede en la Ciudad de México, cundió el pánico, era de nuevo un terremoto. José Ángel dejó lo que estaba haciendo en el despacho en el que trabajaba como contador; todos salieron de la oficina siguiendo el protocolo, pero él corrió a la calle empujando a quien estuviera delante de él para llegar a su casa a unas cuantas cuadras de ahí y tenía ciertas fallas en la estructura que habían sido producidas por otros temblores menores. Se encontró con el peor escenario dentro de un caos en el que la gente corría de un lado a otro llorando, gritando o en silencios llenos de miedo.
La policia prohibió a José Ángel pasar a lo quedaba de su casa porque era posible sucedieran más derrumbes. Después de minutos que parecieron horas y temblando conteniendo las lágrimas recibió la noticia de la muerte de su esposa y su bebé de apenas ocho meses. Fue como un golpe seco en el estómago y de ahí un grito ahogado, pasó quién sabe cuántas horas sentado en la banqueta viendo frente a él las ruinas de su vida, no podía llorar. Tampoco podía pensar.
MARÍA
Arrastraba los pies al caminar pausadamente, parecía que adivinaba el camino porque no lo miraba y tenía la vista fija en el vacío que es ese espacio en el que nos adentramos cuando no queremos ver. Durante años, su medio de transportarse había sido el automóvil pero esa mañana decidió salir a caminar. Después de casi dos horas de vagar por las calles aledañas escuchando en sus audífonos repetidamente y en un volumen suave, “Quiéreme” de Aute, decidió regresar sin poner atención, como si recorrerlo hubiera sido un hábito cotidiano.
“Buenos días señorita María” dijo el guardia que vigilaba la entrada del edificio, pero el acostumbrado “más que bien” nunca llegó, ella siguió caminando con la mirada perdida en ese espacio que no existía y en el que ella se había instalado desde la madrugada.
Esa mañana no uso el elevador para subir los 5 pisos que la llevaban a su departamento, ni puso atención en el tronar de su rodilla izquierda que había quedado dañada desde aquel accidente que la tuvo en reposo durante 10 semanas de las cuales, había permanecido 8 de ellas prácticamente sola, “así pasa en esto casos” se decía “pasó la urgencia y una vez que mi hermana se dio cuenta de que podía yo moverme, dejó de venir. Hizo bien porque si estuviera aquí me estorbaría y me pondría de muy mal humor. Mis hijos han crecido y saben que me gusta estar sola, ¿para qué los quiero aquí pegados a mi perdiendo su tiempo? qué bueno que no vienen para no tener que decirles que se vayan”. No le había dicho a nadie de los dolores en los brazos, ni de los calambres en el cuello, no los consideraba tan importante y estaba convencida de que tenía que acostumbrase porque así sería el resto de su vida y además aunque quisiera quejarse, no tenía con quien y es que le gustaba estar sola, eso decía.
Esas cosas y algunas otras pensó la noche antes de amanecer en el vacío.
“¡¡Ese estúpido accidente!! Si no me hubiera entrado esa idea inútil de la vida saludable, jamás se me habría ocurrido andar en bicicleta en esta ciudad que no conoce nada sobre educación vial”. Se recriminaba haber dejado su trabajo como directora técnica en el que estuvo por 20 años en aquella escuela, ahí por lo menos convivía con los padres de familia cuando iban a arreglar algún asunto con respecto a la documentación de sus hijos y con algunos otros trabajadores del plantel. Al final terminaba repitiéndose que le gustaba estar sola.
El trabajo en la escuela lo dejo cuando murió la abuela de 99 años que parecía inmortal y también parecía pobre. Fueron por lo menos 10 propiedades y una muy nutrida cuenta de banco que recibió como herencia las que le hicieron tomar la decisión de dejar el trabajo y disfrutar la vida.
Siguió subiendo la escalera después del piso 5 en donde estaba su departamento, y llegó hasta el 10 que era el último. Se quitó los audífonos sin apagar la música y los dejó en el suelo, suspiró y abrió la puerta para salir al patio que era la azotea, caminó al borde del edificio y siguió mirando al vacío.
“Tiene un encendedor que me preste, por favor” pregunto José Ángel que estaba sentado sobre una cubeta mirando la pared con graffiti sin fijarse en donde estaba parada María. Ella no contestó y él continuó: “¿sabe? Yo antes no fumaba, nunca me había gustado pero de un año para acá le tomé el gusto porque cuando enciendo un cigarro me detengo y pienso, reflexiono”. María continuaba sin voltear y sin contestar; José Ángel tampoco se fijaba en ella y seguía hablando solo.
“Hace un año conocí la tristeza más profunda ¿recuerda el terremoto? Ahí lo perdí todo y justo el día que regresaba de comprar el cóctel que me ayudaría a adormecer mi dolor para siempre vi a esa mujer tirada en el piso, inconsciente junto a su bicicleta hecha pedazos y la llevé al hospital, cuando supe que había sobrevivido me fui. Viví porque le salvé la vida”.
“Espéreme aquí y guárdeme un cigarro, creo que he dejado en casa el encendedor” contestó María.